lunes, 2 de enero de 2012

Se cuela como por una rendija y viaja tan rápido como los coches. El pitido, el quemar de la rueda, el intenso correr de los impacientes, la silla plegable del pobre. Son detalles sacados de contexto, puestos ahí, disfrazando la calle, y que yo ignoro, pues la calle está hecha de asfalto, las huellas de un despistado quedarían ahí para siempre, sin nombre, víctimas los ojos ajenos de la curiosidad, tachándolo de estúpido ahora, de milagro el siglo que viene.
Yo lo sustituyo por laureles, caminando por los troncos, con la furia urbana del sabor a lavanda, del aroma a chocolate. Las constracciones de la luz artificial no iluminan, no proyectan imágenes: Proyectan ilusiones. Sin embargo, observar una gota de agua, una gota de lluvia, una tormenta -vistiendo la calle con la furia de un río, sustituyendo farolas por luciérnagas-, deja una cicatriz en la cornea de mis gafas, y no me deja ver nada.
Pero no me importa. Yo lo siento pequeño y húmedo. Sobresaltado, cálido, empapándome, como un beso que le pides al viento que me acerque con su oleaje.
Y con esa referencia, le mando besos al aire por si te llegan. Y si no te llegan, te los dejo guardados llenando una maleta de viaje, para cuando estés de vuelta y solo importe el otoño, la tormenta, y las calles.
¿Qué más milagros quieres que el de haber sobrepasado el límite de velocidad sin movernos?

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