Él se
acercó a un grupo de chicas con el cigarro en la mano. Dos dedos sosteniendo el
mundo, y hacia adelante.
-Perdona,
¿tenéis fuego?
Las
chicas se revolvieron. ¿A quién se iba a dirigir un desconocido desconocido?
-Yo
creo que sí –dijo una. Una sin importancia. Una más. Una pieza. Un peón
cualquiera.
-No –sentenció
él-. No quiero tu fuego, quiero el suyo.
Compartir
la desdicha es tan fácil como una carcajada.
-¿Perdona?
–dijo una.
Pero él
no prestó atención. Mantenía su mirada fija en la chica normal. En la chica más
normal de todas, que acto seguido sacó su mechero y le encendió el cigarro.
-Es un
amigo, no le hagáis caso –informó la chica normal.
Él
teatralizó al máximo su expresión. El resto, esas demás, esas criaturas,
posiblemente desaparecieron. ¿A quién le importaba?
La chica
normal se encendió un cigarro de los suyos.
-¿Qué?
-Hacía
tiempo que no te veía –señaló él.
-No me
necesitabas.
-Ni tú
a mí.
-Ni yo
a ti –asintió la chica normal-. Pocas cosas necesito en esta vida más de cinco
minutos. Por eso nunca me suelo fumar los cigarros enteros, y cambio
conversaciones por polvos antes de que el tío se dé cuenta.
Él le
acarició su cabellera, corta, hasta el cuello. Le acarició sobre todo el
cuello, deteniéndose en una curva, recorriéndola invisible como el aire,
cálido, caliente, como el mar por la noche, o la luna por el día.
-Pues
ahora te necesito.
-¿Sí?
Vaya… ¿Y eso? Ya te habrás aburrido de tus putitas.
-¿Sigues
tan malhablada como siempre?
-No,
cariño. Lo que pasa es que contigo puedo ser todo lo malhablada que quieras. Al
contrario que tú, sé cuando guardar las apariencias. ¿Envidia? Me sigues
teniendo envidia, ¿verdad? Yo consigo más objetivos de los que tú jamás podrás
imaginar, y sólo por eso te tengo en la palma de la mano.
Él tiró
el cigarro al suelo, ya consumido. Con las manos liberadas, le ató la cintura
con los dedos en un movimiento desesperado y le dijo al oído:
-Ya no.
Tengo mis propias estrategias.
Y dio
un paso atrás, mostrando una cajita con varios cilindros de comprimido cáncer.
Se llevó a la boca uno de ellos, sacando su propio mechero, una llama oculta
hasta entonces, para encenderlo.
Eran
las garras de una harpía, afiladas y nerviosas, casi blancas. Él le devolvió el
paquete de tabaco.
-Pensaba
que ibas a dejar de fumar –le recordó la chica normal.
-Yo
pensaba lo mismo de ti.
-Eso
creía. Pero ya estamos muertos. Solo tenemos que darnos cuenta y dejar que el momento
llegue. Si vivo lo suficiente como para morir de cáncer de pulmón algo habré
hecho mal con mi vida.
-Yo ya
he muerto –disparó él.
Alma
mía, que pusiste de manifiesto mis dedos, mi toque de gracia, toque final,
aaaah…, se me cae la lengua a trozos, por las mejillas. Mis ojos, grandes ojos
contemplan… nada…
-¿Por
eso necesitas mi ayuda?
-No. Jamás
volveré a necesitar tu ayuda por mí. Es por ella.
-Ella.
Sólo ella. Puto egoísta… -La chica normal, un paso adelante, posición amenazante
de un tango cualquiera. Se vio los labios más rojos y las mejillas más
pintadas, más dulces.
-¿Me
ayudarás?
-¿Por
qué? ¿Por qué debería dejar que te consumieras y te perdieras, gilipollas?
-Porque
es lo que tú sueles hacer.
-Podrías
haber conquistado el mundo. No. Nunca. Nunca pudiste –no había resentimiento,
ni odio, ni crispación.
-Ya no
me interesa.
La
chica normal llegó hasta él sin pisar el suelo. Le acarició la mejilla, una y
otra vez, con la mano cerrada, la boca bien abierta, la lengua enroscada.
-Ella
no te corresponde. Y piensas que jamás te corresponderá. Pero te aburre tanto
el mundo que para algo que encuentras que valga la pena prefieres ir contra tu
propio dolor y crear el lazo más grande del mundo para envolverlo y dárselo en
la mano.
-Y tú
te acercas hacia mí mostrando tus dotes de zorra, haciéndome creer que pasaras
de todo cuando en realidad supone un reto.
-¿Qué
tiene ella?
-Ayúdame.
Y descúbrelo por ti misma. Tus artimañas me servirán.
-Eres
idiota. Soy una traidora. Me detuve detenidamente a comprender las reglas del
mundo y comprendí que el mundo no tiene reglas, que la naturaleza tiene sus
consecuencias, y como nos creemos más poderosos que ella inventamos mil, o dos
mil, o quién sabe cuántas. Voy archivando una a una las distintas condiciones
de cada especie. Voy enamorándome poco a poco de cada una de las palabras de
las criaturas, incluso de sus murmullos. Y aunque enamorado, mi intención no es
hacerles felices, mi intención es enamorarlos a ellos, y tenerlos en mis manos.
El amor es un arma de destrucción masiva. Puede que sea una mierda, pero no
somos más que vulgares moscas. Lo único que tienes que hacer es esperar a un
lado frotándote las manos, aparentar que no te interesa nada. Y cuando estén en
el suelo, medio muertas después de un día agotador, el último día que dura su
vida, acercarte, proyectar tu sombra, y recordarles que no son moscas, que pueden
vivir una eternidad y lejos de tanta mierda. Creerás que eres un Dios. Y
siempre te verán así.
-Pero
yo he aprendido que nadie es un Dios. Incluso la estatua de la libertad tiene
las tetas mal puestas.
-¿Sabes
por qué la estatua de la libertad no tiene nombre y solo es “la estatua de la
libertad”? –preguntó la chica normal aprovechando la observación de él.
-La
verdad es que no.
-Porque
no es nadie. La libertad no es algo que merezca ser recordado, por eso no tiene
nombre. Quizás, el día de mañana, alguien recuerde nuestros nombres.
-Y
entonces lo odiaremos.
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