sábado, 15 de octubre de 2011

3

La madre de Ben enfermó como una tormenta de verano, como un rayo que no cesa.
Un día estaba bien y al día siguiente, o al amanecer siguiente, o al recuerdo siguiente, ahí estaba, mal, como mal, porque se veía como mal, y Ben se veía como triste, porque estaba triste, y estaba... oh... jo...
El niño cuando es niño no cree en los árboles que no existen. Gesticula, como en el cine mudo. Todo torpe, torpeza, un mundo lleno de comas, de palabras, una y otra vez, repetidas.
La madre de Ben enfermó, pero Ben no. Le dijo que fuera a por esas pastillas. Esas: no podían ser otras. Pero le tenía miedo a la calle. Por la calle pasaban monstruos cabalgados por personas, y personas por monstruos -que sí, que los vio él-.
Él había visto a la gente haciéndose fuerte, como con un traje chulo, y algo en la cabeza. Necesitaba algo en la cabeza, porque lo chulo ya lo llevaba -¡superchulo!-. Y entonces vio lo que su madre decía que era para salvarla de los accidentes cuando fuera en moto. La moto le daba miedo, y si él tenía miedo, su madre también, pero no con eso...
Se miró al espejo. El dinero. Las llaves. Un diminuto cuerpo. Una cabeza grande, sin miedo. Se miró a los ojos. A sus ojos. Eran verdes... preciosos. No lo sabía.
Qué bonitos.
Salió a la calle, a la acera, con las brisas de unas piernas pequeñitas, con una mano levantándole la cabeza, así, hacia arriba, porque se caía, y tenía que correr. Tenía que correr mucho. La gente lo miraba, pero Ben  miraba a los monstruos
Rugiendo.
Pero tenía el casco, y no tenía miedo.
Corrió, como pueden correr los patitos antes de zambullirse en el agua o zambullirse en la vida, pero era un patito solo, como un globo de feria, volando, brillando.
Y no tenía miedo.
Rugía.
Un coche hizo creeeeeeeeeeeeeeeeec a un insulto de su sombra, una mujer se convirtió en maniquí cuyo rostro viraba, y esos de ahí, del doble de edad pero la mitad de conciencia, reían como la gente de la tele, esa que ríe porque sí, o corre porque sí, o llega al otro lado porque sí.
Volvió, con las medicinas en la mano, y las vueltas.
Luego fue a por comida.
A por un libro.
A por más medicinas.
¡A por chuches!
Eso que le protegía los ojos estaba lleno lleno de azúcar pegajoso, porque a veces se chocaba sin querer, y se hacía daño en las manos. Por eso se compraba largas lenguas, enormes, y era tan divertido atraparlas como espaguetis, y media hora la mandíbula arribaabajo abajoaariba ñamñamñamñam...
Pero le encantaban las chuches. Y le encantaba eso que le protegía la cabeza, ¡tan chulo! Nada podía tocarle, ¿no? No tenía miedo, ¿no?
Su madre se fue recuperando, incluso podía salir a la calle, pero, ¿por qué? ¡Él podía protegerla!
¡Los monstruos no le dabanPIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii....

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