martes, 18 de octubre de 2011

5

Rob era una guitarra lenta fingiendo ser una sacudida de arpegios. Era el compás contenido de la vida. La normalidad escrita en un diario, o en una costumbre. Era el yo hago esto y es lo más corriente del mundo.
No hay nada más aburrido que un ser humano común, pues se es sustituible. Solo gasta, consume, machaca el aire.
Si Rob gritaba era por haberse caído, no porque quisiera levantarse. Si estaba triste era porque antes había estado feliz. Si bailaba una canción no reconocía que lo hacía por costumbre en lugar de por placer.
Sus padres eran idiotas. Se divorciaron cuando él era poco más, y se fueron disputando su felicidad a fuerza de orgullo. Y con el orgullo solo se consigue una casa cada vez más grande y más
                                                                                                                           vacía
.
-¡Sois unos idiotas!-quiso gritarles cerca de cincuenta millones de veces.
De boca hacia fuera mentaba que al ser sus padres no podía quejarse, que le habían dado la vida, y todo eso. Luego, de boca para adentro, se acordaba de la dura vida que debieron pasar sus queridas abuelas, a las cuales les tenía más aprecio, pero una vez ellas muertas -porque la gente muere-, solo le quedaba su costumbrismo, un par de amigos de casualidad -pues hay grados de amigos, como hay grados de estupidez-, y a él mismo. Claro... que de él mismo, como la mayoría de los poetas de la vida, ni nos conocemos ni nos hemos conocido.
Sabía que le gustaba Historia, aunque no muy bien por qué, por lo que durante el bachiller estuvo manejando la idea de hacer esa carrera en la universidad. A tal efecto sus compañeros se rieron de él, y él hacía como que se reía de sí mismo, y la risa en sí hacía como que tenía sentido todo, señalándose pues a sí mismo como que en realidad estaba muy perdido, mas... ¿qué es un alma sin espejo si no quiere mirarse?
Perdió la virgnidad como quien obtiene la notable virtud de la vida: Sin darse cuenta, siendo elegido por alguna mujer que no tardó en dar su hijo en adopción.
-Porque no te quiero.
Y ahí se dio cuenta de que el amor no consiste en caer, sino en arrastrarte por el suelo.
Entró a la universidad por la puerta pequeña. Salió por la gigantesca hoja sin sombras, bien formado, bien construido, vestido de gilipollas, siendo un digno miembro de la comunidad, del mundo, y un soldado de la cultura en esa España que estaba a punto de caerse a pedazos.
El diploma le pesaba en las manos como un arma de fuego, cargado con balas de fogueo.
Un día, la casualidad lo llevó a lo alto de una colina. La ciudad a sus pies. Y no se le ocurrió otra cosa, salvo bajar.
Bajando, recordó la sonrisa que se le dibujó cuando conoció a ella, y cuando luego la volvió a conocer con sus besos, y con sus caricias, y luego resultó que tenía un nombre. Se preguntó si al ingerir su propia sangre podría emborracharse. Un chiste, en medio de una fiesta, en medio de esa fiesta, le hizo soltar una especie de "hijo de puta" a regañadientes. Cuando se fue de erasmus estaba solo, pero siempre acompañado, y fue de las experiencias que más le ayudarían en la vida.
Hubo una noche, cerca de la Fontana Di Trevi, que una chica se le acercó y le preguntó ¿eres espagnolo? en un fuerte acento italiano.
Fue todo tan repentino...
-Sí.
Y la chica, con toda la inocencia del mundo, y la mejor de las sonrisas, le recitó:

Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida en medio,
pudiera derrumbar su cuerpo,
dejando sólo la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición,
sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba;
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
la verdad de su amor verdadero.

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina
por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,
y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
como leños perdidos que el mar anega o levanta
libremente, con la libertad del amor,
la única libertad que me exalta,
la única libertad por que muero.

Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.

-Tú sabe de qui parlo? De Luis Cernuda.
Y se fue. 
Esa era la mujer de su vida, pero él nunca lo supo por no saber poesía.


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