martes, 25 de octubre de 2011

6

Entonces ocurrió aquel momento en el que alguien aparece y salva a otro alguien y nadie sabe nada del salvador. Todo seguido, de pronto, sin respirar. A cámara lenta, las estrellas aparecieron en la noche, la tierra brotó bajo sus pies descalzos, el aire, el viento, eran libres.
No era un error eso de nacer, como recitaron algunos.
Caía el hombre como cae la mantequilla derretida en las tostadas, bailando sobre la comisura de los labios, su olor al despertar, sacando la lengua, lamiéndole las entrañas, como su madre golpeandole de broma le miraba con miel y una carcajada.
El tamboril apogeo del pecho cuando sus casualidades se cruzaron y sus pequeñitas orejas le dieron la oportunidad de escuchar ese hola infantil e improvisado cuya contestación sin voz fue "eres lo más bonito que he visto en mi vida".
La oruga que un día le despistó, poco después, con un café en la mano, daba vueltas por esa ventana. Sus ojos frente a su rostro, unos ojos bien abiertos. Y entonces se inclinó para luego desaparecer entre rayos de sol, de llamas sin ceniza. La mano sobre el rostro haciendo de visera, pero allí ya no había alas, ni oruga, ni nada.
Sediento.
Sed.
Sediento.
Cada camino necesitaba un río de agua, y el suyo llevaba tanto tiempo yermo...
¿A quién estaba salvando el salvador si no a sí mismo?
No estaba cayendo, estaba subiendo. Por eso jamás encontrarían su cuerpo sobre el asfalto. Quizás... si miraran a las nubes... Pero la gente no mira a las nubes, ¿verdad? A menos que esté lloviendo, y cuando llueve las lágrimas nos cubren las pupilas, olvidándonos del suspiro del agua en anécdotas resbalando por nuestro cuello.
¿A dónde había ido?
Ya no ese hombre. Ese individuo ya no existe. ¿A dónde había ido él? Su
                                                                                                               alma.
¿Encontraría la respuesta más allá de los poemas de la ventana?
¿Había ventanas?
Y entonces ocurrió, como ocurren las cosas bellas poco antes del dolor.
Un niño cruzó la carretera, con un casco sobre la cabeza. Y un monstruo, a toda velocidad, recordaba lo que era la inocencia. Pero iba a arrancarsela a él, y como un impulso, como si jamás fuera a tocar tierra, le hizo abalanzarse y protegerlo.
Y en cierto modo, ese impulso no se equivocó.

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