domingo, 2 de octubre de 2011

Estamparse.

Un día Ben tuvo que devolver una bicicleta que había alquilado. Sobre esa bicicleta alguien había viajado. Ese alguien tenía nombre y apellidos puestos al azar, y nombre y apellidos puestos por el destino. Ben creía en el destino como creía en las abejas, pero amaba escribir en libretas vacías, oler su perfume, y dejar caer cada una de sus páginas como quien va de la primera a la última tecla del piano, o de la última a la primera.
El paseo se había estancado en un claclaclaclaclaclaclaclac acompañado por la bicicleta. El taller estaba allí, a unos mil kilómetros, pues calculaba que en la eternidad de sus pensamientos habían trasncurrido otros mil, sin darse cuenta del mundo, pero señalando cada maldito detalle que recorría su cabeza.
Ben amaba el destino como quien tiene una bicicleta y debe escribir el claclaclacla para oler su perfume a libertad.
Cuesta abajo, comprendió que estar solo era un modo de vida, el más sincero que pudo conocer, y el que menos conoció. Quizás porque luego se vio en el suelo, la rueda rota, y una multa de no se cuantos euros. Y quizás por eso le tenemos miedo a la soledad, porque nos centramos en ella y nos estampamos en nosotros mismos.
Ya ni recordaba por qué se había subido a la bicicleta, y el resto del camino lo pasó magullado, con la mano sangrando, el alma coja, y el gesto de su rostro en una mueca horrible que nadie consiguió descifrar, que debía ser una sonrisa sincera.

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