lunes, 3 de octubre de 2011

Gus, Gust, Dust...

Ben tenía uno de esos amigos que eran amigos de verdad. De esos que suceden un par de veces en la vida. En su caso eran cinco, como las cuerdas de una guitarra, y sonaban demasiado bien.
En este caso hablamos de Gustavo, Gus, Gust, Dust, de piel pólvora o ceniza y manos cuidadosas, como un amante de Jazz, o un maltratador de imágenes de sí mismo.
Ben aprendió de él la pasión por la improvisación.
-Vamos a salir a la calle, a hacer lo que nos hagan, no a hacer lo que hagamos.
-Gus... son las tres de la tarde.
-Ya. Sé lo que estás pensando. ¿Vamos a por un café o empezamos ya con la cerveza?
Todos los amigos de Ben le dieron algún tipo de lección en cuanto a cocinar se refiriera. Gus se fijaba en el detalle. Da igual que la comida supiera a melodía de radio, lo importante era que fuera bonita, linda como la piel de una folclórica. Que llamara la atención, como un caligrama, o una mirada, o un desnudar lento como de guitarra o de violín.
Gus comía ensaladas. Las devoraba. Y bien, a raíz de eso, aprendió a hacer las mejores, y las mejores dibujadas. Con sonrisas, con puentes, o incluso con guerras.
-Se puede hacer algo bello de las cosas más simples de la vida. Mira que gran inventor ese que dijo "esto que sentimos en el pecho, que nos causa celos y rabia, y a la vez algo como de felicidad necesaria, ¿cómo lo llamaremos?", y la mujer, porque tuvo que ser una mujer, le contestó, "Amor. Llámalo amor".

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