sábado, 1 de octubre de 2011

"Tú yéndote... Yo queriendo decir 'no te vayas'..."

Las aves contienen el aliento, allí, sosteniendo árboles gigantes con plumas de lana y estampados de sábanas. Las nubes lloran tristes pues echan de menos a las estrellas y el calor las abrasa. La miel de esa abeja se agría en su estómago, y la cucaracha de allí ya no podrá sobrevivir a nada, ni siquiera a la vida. El felino empuja la puerta y se enrosca orgulloso en sí mismo. El cachorro contempla la hoja altivo y esperanzado, niño juguetón de sí mismo, con ese "vendrá, ¿verdad?" dibujado en su lengua como un tatuaje. El búho se sostiene en la varanda, contemplando más allá de la ventana, buscando, con la cabeza gacha, la sombra de la noche. Los árboles se zarandean, danzan, recitando poemas de amor que solo entre árboles entienden. Se apaga el día y viene la nocturnidad. Se apaga la nocturnidad y viene el sueño. El viento, quieto, hastío en algún punto fijo, alza la mano hacia ninguna parte, y cae como el cabello de las ramas de los pinos, de los olmos, de las palmeras. La criatura más afortunada, esa jirafa de cuello alzado, cuya vista no alcanza el caballo, que trota y trota, salvaje, libre, solo, hacia ninguna parte. Todos los grillos del mundo se ponen de acuerdo para acabar acallados, silenciados, con la boca abierta y el aliento esfumándose.
Y un humano, el más triste de los animales, deja de ser amante para ser criatura, en cuyo epílogo de su historia, que no es más que el epílogo de su vida, podemos leer:
Tú yéndote... Yo queriendo decir "no te vayas".
Y la naturaleza sigue su curso, y a nadie le importa.

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