viernes, 23 de diciembre de 2011

Esa profunda sensación de empezar a ahogarnos...



Envidiando a tantos hombres... Aquel alpinista que no se conforma con arar los flecos de tu falda. Aquel soldado que sustituye el sonido de disparos por el de tu risa. Aquel conductor de carreras que sueña que duermes en la meta.
Y está todo tan lejos, como si se derrumbara. De pronto el alpinista se queda colgado de un hilo, tendido hacia abajo como el péndulo que cuenta los segundos que le quedan para llegar a tu boca. El soldado es herido por un proyectil cuyo dolor le recuerda al lacerante escozor de una rosa. Y el conductor por mucho que corra se aleja de ti, su victoria.
Y entonces, esa profunda sensación de ahogarnos. De que estamos locos por haber elegido profesiones tan peligrosas, con sus sueños tan lejanos.
Pero qué locura más dulce...
Al alpinista ya no le quedan fuerzas para escalar pero sí para acunarse en la comisura de tus labios. El soldado ha sobrevivido a tantos de tus besos que ya nada podría derrotarlo. El conductor de carreras sigue pisando el acelerador porque ha llegado a la meta y no estabas esperando.
Y el escritor... ¿Sabes lo que hará el escritor?
Dejar constancia escrita de que por muy pocos segundos que hayan pasado se muere por tenerte un instante más a su lado.
Pero sobrevivirá.
Si sobrevivió la primera vez que te vio, nada podrá matarlo.

Qué estupidos son a veces los escritores.

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