lunes, 19 de diciembre de 2011

Silencio en la batalla.

Cuerpo que es como la melodía que rompe el silencio, y lleva de broche una sonrisa.
¿Qué quieres que te diga que no te haya dicho?
¿Te imaginas que me mientes y averiguas la letra pequeña que compone el silencio? Que me dices, no he leído nada de lo que me diste, y en realidad lo tienes todo entre tus brazos. Que de repente tropiezo con una semicorchea y estalla la orquesta de tus carcajadas. En ese momento, querido animal mitológico, conviertes mi piel en piedra, destrozo todos los relojes del mundo, cubro tu cuerpo con todos los tesoros de todas las galeras.
Y el barco se hunde, como la puerta de un ascensor que se cierra. Las calles se funden unas con otras. Todas iguales, como las zebras sobre las que se estampa en blanco y negro el gesto que nunca dejarás caer sobre mi paraguas. Porque nunca llevo. Porque prefiero calarme hasta los huesos. Porque ya estoy ahogado. Voy en ese barco. Tú subiendo, yo bajando.
Pero resulta que yo puedo resurgir de donde quiera. Que Baker dejó sobre mí la llave de toda marea. Soplé como los lobos. Soplé con los pulmones llenos de ceniza. Se partieron los océanos, se alinearon las moreras, me abrazaron las arenas de la playa más horrenda. Y cuando quise imaginarte y mi trompeta rugió como la tormenta, los cangrejos corrieron de frente, a dibujarte en la arena con la barriga dulce, con la barriga desierta.
Será ironía la de estas olas, pero estoy delirando en exceso. Porque en realidad no hay trompeta, ni Baker, ni marea. No hay barcos, no hay ascensores, no hay tesoros. No hay tropiezos, ni corcheas, ni paraguas. No hay relojes, ni mundo. No hay yo. Solo tú. Y con tu poderosa presencia acallas al silencio.

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