sábado, 31 de diciembre de 2011

Un beso.


Un segundo de silencio. Y el tiempo se para y no sé cómo describirlo. Como un tesoro que queda en mis manos y se pliega en cientos de granos de arena cálida, miles de granos de arena cálida, millones de granos de arena cálida y un desierto, donde solo escuchamos el chasquido de nuestros labios diciendo no te vayas, no te vayas tan lejos, ven y quédate quieto, quiero, quieto... En silencio. Para luego andar como solo, como perdido, y la puerta se cierra, los ojos se abren, todo ha sido un sueño, nada ha sido un sueño. Y me tocas, y me permites el capricho, el cruel capricho de decirme que estoy despierto, y tus labios me pellizcan, me quitan la sed para luego dejarme sediento, y me matas, y me muero, y me muero, y me dejas allí, tirado muerto, solo, tan solo, que el aire no me basta sino me lo trae tu boca, y voy fatigado de vuelta a casa, con las ventanas vacías, las puertas cerradas, la garganta asfixiada, y comparto mi cama con todos los deseos quemados, colillas como ceniza, y si me tumbo ya no siento, ya no siento nada, porque lo he tenido todo al alcance de mi mirada cuando dejabas caer un beso, tan solo un beso, con el que dejaste los moribundos recovecos de mi alma pendiente de tu pelo. Y todavía te busca, y no soy nada. Sin ellos, no soy nada. Un segundo de silencio.

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