domingo, 22 de enero de 2012

La estufa.

Una vez desenvuelta, la estufa calienta. Es orgullosa y nueva. Imperecedera.
Frente a unos pies o unas mantas, un cuello vuelto o una garganta, se muestra altiva y disgustada, más que digna, trabajadora, y luchadora.
Si alguien se acerca, lo hará con los dedos extendidos, temiendo el abrasador fuego de su cuerpo, independiente, narcisista, tan ardiente y tan frío.
Los niños le tendrán miedo cuando acerquen sus manos. Avisarán las madres, los abuelos, y los hermanos. Que no toques eso, gritarán armando revuelo, que te va a dar algo.
Y la estufa, mientras tanto, con los ojillos entornados, ignorará las suplicas del mundo -ella hará su trabajo-.
Pero un día como otro, encontrando unos brazos desordenados, apagarán la sonrisa de la estufa, y así como si ocurriera un milagro, se hará las siguientes preguntas. ¿Qué son esos cuerpos innecesarios, que la ignoran y la aparten, que la tiran y la rompen, que no necesitan de sus dientes para andar más vestidos que de costumbre? ¿Cómo es que yendo desnudos, en este invierno perenne, su piel hace de estufa, y la estufa frío siente? ¿De dónde habrán sacado esa sonrisa, tan peligrosa y tan dulce?

 Y los dos cuerpos unidos dieron calor a la estufa.

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