viernes, 27 de enero de 2012

Track 2, última parte.

Ella no solía fumar. Incurrir al vicio era de lo peor que podría pasarle. Por eso se detuvo frente a la puerta del chino y se dio la vuelta. Ante todo las leyes, no abusar de lo que quiero y sí de lo que debo –no preguntes por qué, podríamos volvernos locos–. ¿A quién se le ocurría salir de casa a esas horas de la noche tan solo por un cigarro? Sintió ese avergonzado clavo que le incitaba a pensar en cosas que no debía. Apartó los pensamientos como una nube de humo, al igual que intentó apartar al personaje detenido frente al portón de su edificio.
-Perdone…
-¿Perdone? No hace falta que me trates con tanto respeto –señaló él con suma naturalidad.
-¿Qué… coño haces aquí? –Una parada casi cardíaca indica turbulencias.
-Casualidad.
-Tu casa está al otro lado –Pero ¿qué provoca las turbulencias?
Él miró la calle buscando respuestas. El parque, el chino, la larga carretera, las dos o tres personas que coincidieron en ese momento y un coche de un color que a nadie le importaba, pero tenía color de coche.
-Pues es verdad. Toma, anda.
La mano de él tembló cuando puso sobre la oreja de ella un auricular. Debía ser por el frío.
-¿Y esto? –preguntó ella olvidando que quería marcharse de allí.
Él sacó su móvil y pulsó un par de botones como quien respira o da un paso.
-A ver, dime una canción que te apetezca escuchar.
-¿Ahora? Yo que sé…
-Venga, haz un esfuerzo.
-¿Pero para qué? ¿Qué quieres? –una voz chillona e inquisidora tendiendo a la desesperación más que a la colaboración.
-Hazme caso, anda. Dime qué canción quieres.
Ella hizo el ademán de quitarse el auricular, abrir la puerta y esconderse en su habitación. Habría sido lo más sencillo. Una función casi automática de su sistema motor y nervioso. Una reacción alérgica a las gilipolleces y a las cosas sin sentido. Un regusto a lamer un puño de ceniza con la calada del primer cigarro. Pero uno acaba acostumbrándose al sabor del café, y la paciencia nos enseña que sólo hay que echarle un poco de leche fresca. Le da un toque dulce y lo insoportablemente caliente se convierte en lo animosamente cálido.
-Time out, de Hiromi Uehara.
Él pulsó un botón y empezó a sonar a través del auricular Time out de Hiromi Uehara.
Sol meridional a punto de empezar a sonar, con un ritmo tal para cual en un rápido mortal. Sol raudo de agua meridional, en una suerte de baile que te incita a danzar.
-Dime otra –pidió él.
-¿Cómo?
-Que me digas otra.
-¿Para qué? –alargaba la e como la trayectoria de una bala.
-Qué paciencia hay que tener contigo…
-How blue can you get, de B.B. King mismo…
Tras pulsar un botón, una guitarra dijo con elegancia rasgueada que puede acariciarte una curva en una mesa de un bar alargada por un perfume a cerezas y a mar.
-¿Cómo lo haces?
-Otra.
-Pero dímelo.
-Rolling in the deep, de Adele.
Y al pulsar un botón sonó dicha canción. Blue train de John Coltrane. My man is together de Etta James. Layla de Eric Clapton. Hello Dolly de Louis Armstrong. My baby just care for me de Nina Simone. I’ve Got Rhythm de Charlie Parker. Salt Peanuts de Dizzy Gillespie. Who knows de Duke Ellington…
-Esa no es, te has equivocado.
-No, no me he equivocado.
-Me suena, ¿cuál es?
-You are too beautiful de Thelonius Monk.
-Oh… Menuda forma de lanzar una indirecta.
-No es una indirecta –apuntó él-. Es una canción.
Entonces él le enseñó el móvil. Tenía una lista de canciones preparada. En ella estaban las que ella había enumerado. Pero no salteadas, seguidas. Una detrás de la otra.
Caída en picado. No puede aparecer. A ras del suelo, la copa de hielo, y todo lo que hay que beber, ¡ay, qué deber! Dar aquí y aquí y aquí. Mi sobre mi mi la. Poco por lo que vivir. Tanto por lo que luchar. Si a veces, si, a veces, nos detenemos. Do, do estará. Do re mi la. Do estará lo que te tengo que decir. Lo que me has quitado ya. No tengo nada que decir, pero te tengo tango que contar. Te tengo tanto que contar. Do re mi la. Porque eres demasiado hermosa, eres demasiado hermosa, eres ya, ja, ojá, ojalá. Olvidé por donde la. Ya. Eres demasiado hermosa, señora, para soñar. Sólo soñar.
-¿Cómo lo has hecho?
Él vio esa mano en esa mejilla, acercándose, fundiéndose, ya derretida de otro menester u otra historia, de otro giro brusco, de otro. Ya de otro. De otra casualidad.
Le quitó el auricular.
Él no respondió. Bajo la atenta mirada de ella, como de una sombra, le dio las buenas noches.
Ella subió por el ascensor, y sentada frente a su escritorio apagó el cigarro. No sabe cuando lo encendió, pero de los vicios solo nos damos cuenta de la última calada, tras haberlos disfrutado, cuando parece que se han ido y jamás volverán.

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