sábado, 25 de febrero de 2012

En el centro comercial.

El otro día visité un centro comercial. No fue intencionado. Mi intención nunca fue tener intenciones. Si alguna vez ha parecido así, pido perdón de antemano, aunque normalmente no tengo manos. En ese momento sí -¡qué casualidad!-, brotando seguramente de mis hombros, llevando entrelazados otra mano de otro alguien que normalmente tampoco tenía manos. Girondo, lo llamaban. A mi espalda, Gil de Biedma ocultaba sus verdaderas intenciones, agarrado, orgulloso, al bolsillo de mi pantalón. 
En ese centro comercial habitaba una gendarme, una guardia de la ley -lo decía un trozo de plástico en un pecho cuyo valor tenía menos valor que el valor de la ley que guardaba-, que me observó amenazadoramente. No es ningún arma, le indiqué. Y entonces me dejó libre. Lo siento, no suelo mentir, pero esa situación lo requería.
Caí sin querer donde paraban los libros -Girondo me distraía-, y a precio de oro vendían folios usados. Aún no había llegado el fin del mundo como para que el papel fuera tan caro. Consternado, busqué a alguno de mis amigos entre aquellos estantes, pero no. No, y tampoco. No estaba ninguno de ellos.
Ya sé por qué hacía tiempo que no entraba a un centro comercial.

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