miércoles, 1 de febrero de 2012

Track 3, tercera parte

Iba por la calle tan tranquila, tan de noche, en una noche tranquila. Volvía a casa con el bolso en la mano, buscando el bolso, perdida la mano, en un mundo misterioso las llaves. Lo de cada día, lo que puede pasar.
Una sombra se cruza si le da un poco la luz. Y la sombra se repite, de casualidad, hasta que la casualidad no existe. Es grande. Va por donde va, por donde ella, por donde está. La sigue. La persigue. Está sedienta. A la avenida le salen dientes. No hay rincón seguro, no hay donde estar a salvo. Los sonidos se repiten, repiquetean, como piedras sobre el tejado, indeleble, tan palpable y frágil…
Acelera el paso. Y como si fuera una señal, el acechador sale tras la acechada a gran velocidad, la única velocidad que conoce, la única velocidad que vale la pena.
La acechada siente los latidos en su sien. Se amontonan. Serán las teclas de un Vals desafinado. Un grito en el pecho. Un murmullo agudo agudísimo en su espalda. La avenida vacía se hace eterna. Las baldosas se hacen eternas. Dribla y ensaya saltos pero olvida los pasos más simples del ballet. Los escaparates la reflejan con el esternón inflamados, con la chaqueta muy por encima, los tacones son montañas. Y hace calor en esa noche de invierno. La gota de sudor que aparece en su espalda está ardiendo.
-¡Eh!
PAM
Como un crujido en de repente la mandíbula del acechador se estremece. Alguien ha aparecido. Un muchacho, un alguien, un ángel y un salvador. Una criatura más fuerte que el demonio. El acechador cae al suelo y la acechada se detiene. La batalla la clava en el suelo, en los huecos entre farola y farola.
-No me gusta cómo intentas ligar con mujeres. Hay que hacerlas sudar pero no en la calle.
El acechador se revolvió como un gusano y huyó. Los problemas cuando están lejos parecen tan pequeños, tan insignificantes, como una nube en el cielo azul –a veces, incluso, los echamos de menos, cuando el sol nos maltrata-.
La acechada se acercó a su salvador.
-¡Dios! Gracias, de verdad…
-Nada. Además, el tío este es idiota. Esta es una mala calle para buscar víctimas, por aquí suele pasar gente y no hay ningún sitio en el que esconderlas y violarlas tranquilamente.
-¿Cómo? –volvió la palidez de la acechada nuevamente, con los ojos como ventanas encendidas.
-Es broma, es broma –se excusó enseguida su salvador, llevándose una mano a la nuca en clara señal de reprobación consigo mismo-. Hago bromas en cualquier momento, incluso cuando no debo. ¿Me permite acompañarla para enmendar mi error?
-Déjame descansar… un segundo… -La acechada se apoyó en la pared, masajeándose las piernas y curvando los labios-. Y no tienes que ser tan educado. Tampoco soy tan mayor.
-Son todo malas costumbres mías. De pronto soy muy de pueblo que de pronto soy muy comedido con mi lenguaje.
La acechada se rió mientras reanudaba la marcha, esta vez a una velocidad mucho más moderada y tranquila.
-¿Y eso por qué?
-Soy escritor.
-¿Eres escritor?
-Soy escritor.
-Pero… ¿vendes y todo eso?
-Tengo alguna cosa publicada, en plan autopublicación. Eso no cuenta. Pero estoy trabajando nuevas cosillas. Pero digo que soy escritor porque creo que no hace falta ser un genio del sector ni haber vendido diez mil millones de libros para que alguien reconozca lo que eres. Es como en los músicos. Parece que si no eres Bill Evans no eres músico. Simplemente, tocas un instrumento.
-¿De qué Bill Evans estamos hablando? –quiso cerciorarse la acechada afilando la mirada burlescamente.
-De los dos. No vas a pillarme con esa pregunta –atacó su salvador rápidamente, haciendo énfasis en su conocimiento de la materia.
-No suele gustarle a la gente ese tipo de música, y menos gente que va salvando a otra gente.
-Quizás sí. Por eso nadie salva a nadie. A mí me salva la música, y yo como compensación salvo a la gente. Todo vuelve a estar en su lugar.
-¿Y la gente que acecha?
-Esos no escuchan nada.
-Desde luego a esos no les dejaría que entraran en mi bar a escuchar música.
Su salvador se había dado cuenta de que la acechada quería que le preguntara. Le había pillado el punto de pícara, de duelista, de jugadora. Cierta trampa no maliciosa aderezada de intenciones. Su salvador sabía cómo contestar para regalarle al oído lo que luego sería devuelto con jugosas respuestas. Y lo más importante, el cómo: Hacerse el sorprendido. Altamente sorprendido.
-¿En tu bar?
Mostrar una amplia sonrisas como clausura del contrato conversacional.
-Pues sí, tengo un bar. Lo abrí hace poco.
-¿Tal y como están las cosas abres un bar?
-Hay que arriesgarse, y animar a la gente. Oye, ¿por qué no te pasas mañana y te invito a algo y te lo enseño?
Fluyen las sensaciones y los dedos como en el río de Moldau, perfectamente armónico. Fluye el engranaje. El salvador intenta apagar el brillo de sus pupilas, o el blanco refulgente de su alrededor. Una sonrisa de traidor se esconde.
-Estaría bien. ¿Dónde está? –asintió cabeceando.
-Pues… mira… ¿Al lado del cine viejo? ¿El que está en el centro que parece por dentro un teatro? Pues detrás.
-Allí estaré. Temprano, que al día siguiente tengo clase.
-Cuando quieras, como si quieres pasarte pasado o al otro. Pero bueno, ya hemos llegado. Muchas gracias. ¿Cómo te llamas, por cierto?
-Él.
-Yo soy la dueña del bar. Un placer –se dieron dos amistosos besos protocolariamente españoles-. Y de nuevo, muchísimas gracias. De verdad, si no fuera por gente como tú…
-No te preocupes, son cosas que hay que hacer. Buenas noches.
-Buenas noches.
Él se alejó tranquilamente sin echar la vista atrás. Cuando se encontró a una distancia prudente, llamó a alguien por el móvil. A su espalda, música electrónica de los setenta se encendía a su paso como lluvia cayendo de las farolas.
-Ha salido perfecto –anunció él.
-Tú puñetazo sí que ha sido perfecto, cabrón –dijo la persona al otro lado.

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