martes, 24 de abril de 2012

Los perros escuchan la novena sinfonía de Bethoveen cuando huelen la guerra

El perro con unas gafas de leer y una bata de estar por casa lee frente al periódico lo acaecido ayer, día del libro. No se sorprende, su olfato y su intuición ya le habían avisado de todo aquello. Pasa de página como muere la llama. El crepitar no se detiene, arrasa, basto, con todo a su paso, dejando un rastro de luz que quema. El perro no se acerca demasiado, no lee demasiado.

Pero eso no es nada nuevo. Pronto nadie leerá. Suben las tasas, cierran bibliotecas, estrategias de guerra que siguen adelante, promesas que irremediablemente se partan con un partir de batuta desenfrenado, condenando con paciencia, como el que no condena, como el que se deja hacer, como el que mira la vara y la sigue al ritmo. De fondo, se escucha un redoble de tambores que hace hablar a las montañas.

El perro es en realidad un perro. No sabe leer. Los periódicos dicen cosas que él jamás entendería, porque él sabe la verdad. Él señala la verdad y la entiende pasando de página, bajando tan sólo un poco las gafas, en donde crepita el saxo, en donde crepita el fuego. El saxo sin boquilla, pues claro, le han quitado los presupuestos a bandas, las han dejado mudas. Y al resto de sistemas. 

Al sistema bípedo lo atontan desde críos. Los tratan como verdaderos animales. Y el perro, que es sólo un perro, se lamenta, pues la criatura bípeda no tiene esa intuición que hace que el perro pueda leer, aunque no sepa. Porque le han dicho que leer no sale rentable, que en un par de días todo aquello por lo que merece la pena sentarse en un sofá con una bata y un periódico dejará de valer la pena.

Pero el perro está tranquilo. El perro se quita las gafas, cierra el periódico, y se enrosca en sí mismo frente a la hoguera todavía apagada, lo que los humanos, o su amo, llamarían ventana. Aunque ya quedan pocos, piensa, quedan pocos humanos, y pocos amos. No importa. El perro enciende el tocadiscos para escuchar la novena sinfonía de Beethoven. Debe acostumbrarse al sonido de la guerra.


Lo que me queda.


Lo intento.
Encontrar un escaparate que no me espere
que no me descubra mirando
y que en definitiva, no me devuelva la mirada.

También sé
Que toda noche larga no le pertenece a tu espalda.
Que no me invento tatuajes para que los tapes con tu pelo.

Pero podría pronosticar el tiempo con una sacudida septentrional de las sábanas:

Hoy tampoco sabré describirte cuando decidas llover.

Pero volvemos a lo mismo de antes.
La naturaleza crea sus propios escaparates
e incluso, y sobre todo, 
me enferma hasta los huesos.
No soy más que huesos
¿es que no lo entiendes?

Todo lo que me queda
Es todo lo que te debo.

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