sábado, 8 de septiembre de 2012

El último poema

Y cuando hubo firmado con un punto su último poema, este estalló y los retales de la tinta y los resquicios de la madera hicieron retroceder al pobre escritor, que cayó al suelo, sin previo aviso de nadie, arrancado de las manos de un asiento umbilical, con los ojos emponzoñados en ceniza, los dedos hacia arriba como si fuera de un hombre a un insecto, que viéndose confuso ante sus manos, se dio la vuelta y a gatas huía de los techos en llamas, de las paredes encendidas y de las lágrimas negras que caían de los álbumes de recuerdos de personas desconocidas que jamás descubriría.

Se vio con fuerzas, y corrió por los pasillos. Se magulló las rodillas. Se magulló también el pecho al caer derecho sobre un lecho de rosas. De jarrón nada, ahora un recuerdo, partido, el agua derramada colmada de peligros, y las palmas empecinas en equivocarse, en volverse a caer, que mientras la casa ardía la puerta cerrada como una boca colmada de secretos. Tuvo que coger una fotografía, y a fuerza de martillo golpear el pomo para dejarla destrozada en el pasillo. Las sonrisas ahí descritas fueron pasto de las llamas. ¡Ay, fotografías! ¡Cómo se lamentaba! Porque las fotografías significan. El marco, significa.

Mas uno se detiene entre los pilares de mármol que configuran su cocina, y por la ventana un susurro: "He nacido en medio de una guerra", piensa el hombre. "Por la ventana veo las nubes compuestas de discos de vinilo, ¿por que nadie se acuerda nunca del que le pone nombre a las nubes? ¿Del que nombra a las estrellas? Nos acordamos del ruido, no de las palabras. Nos acordamos del semáforo, no de sus colores. Del coche, de su luz que nos deslumbra, pero para deslumbrar, primero ha de ser uno luz. Y quiero saber yo, ¿qué fue antes? ¿El hombre o la ley? ¿El sueño o el soñador? ¿El verano o sus amores? ¿Seré acaso un eterno amor de verano para las memorias de las hormigas? ¿Cuál es mi número de prisionero?".

Al echarse agua al pescuezo, las llamas se fueron acercando. Con la casa llena de mordiscos, y el por las paredes, apoyado, buscando una salida. Dejó atrás los discos, las películas, y los libros. Ellos nunca morirían. Uno de ellos no. Uno de ellos lo dejó bien junto a su pecho y dijo "Dios, si alguien tiene que morir, que sea yo", y del cielo cayó la madera, lastimándole en un pie, que alimentándose de esa manera le sirvió de bastón y como pudo, de allí se marchó, que a los pies de su hogar, con la casa en llamas, en una calle más grande que el mundo, nadie pudo salvarlo. Aquella noche no era triste, pero sus ojos enceguecidos por el humo predijeron que las tijeras son el olvido, y el hombre es el hilo.

Más tarde, un policía antes de entrar en el hogar quemado pudo ver a unos metros de la entrada, sobre una pila de ceniza, un libro de Los Miserables al que no le dio importancia.

-¿Fallecidos? -preguntó a otro agente.

-Nadie, señor.

Recorrió hasta el último lugar hasta encontrar la fuente del incendio, y pudo ver entonces un papel en el suelo  que decía lo siguiente:

No queda de mí más que los restos que dejen mis palabras. 
No queda de mí más que nada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario